domingo, 23 de agosto de 2015

El Furibundo (Autobiografía excesiva)


La primera vez que hice conciencia de que estaba en este mundo, hallábame  sentado en lo que parecía el patio frontal  de una humilde construcción hecha de madera y láminas de zinc  (lo extraño es que estaba ubicada en el centro de aquella aldea-ciudad en la que habitábamos en ese momento y en la cual había nacido yo) comía tierra sin ningún remordimiento, cuando alguien parecido a mí, pero bastante más viejo, me ordenó que no comiera tierra. El tono amenazante de aquella orden me hizo obedecerla de inmediato, pero permanecí sentado en el mismo lugar a la espera de que aquel inoportuno personaje continuara su camino y así poder continuar con mi exquisito banquete.
Lo tenía vigilado por el rabito de ojo; quería desobedecer aquella orden en el momento preciso en el cual él dejara de vigilarme, pero mi fama me había delatado y cuando creí el momento exacto, mi mano en un celaje casi (Casi) imperceptible, me entregó un exquisito bocado de tierra, siendo ese el preciso momento en que aquel ser prohibidor volvió su mirada hacia mi cara, la cual, deformada por aquel bocado prohibido, paso del placer al pánico cuando aquella masa gigantesca se abalanzó sobre mí con una mirada de ira que cuestionaba, incluso, mi propia existencia.
Tal como lo recuerdo, todo pasó muy rápido; sólo recuerdo su mirada acompañada por  una fuerza brutal que me estremeció la cara y rompió mi boca, haciéndome morder el polvo literalmente.   
Tenía tres años de existencia y ya había alguien que quería matarme (no era un buen augurio), lo que no logro establecer es si ese fue el comienzo de mi lucha antiautoritaria o es el antecedente más remoto de mi personalidad autodestructiva (a lo mejor una cosa viene con la otra). Lo cierto es que si bien no recuerdo haber vuelto a comer tierra en mi vida, desarrollé una terrible aversión a toda figura de autoridad, lo cual me dio la autoridad suficiente para orientar mi vida en función a esta lucha (cualquier posible contradicción en este planteamiento es por pura casualidad).
Aquella cachetada había hecho mucho más que sacarme de centro; me había dado una causa, sólo que en aquel momento no estaba “políticamente” preparado para asumirla, de hecho; perseguía una causa sin tener conciencia de ello; sólo me rebelaba y luego pagaba las consecuencias. Aprendí a estar a la defensiva, a los cinco años ya manejaba un vocabulario que me permitía defenderme del autoritarismo intrafamiliar y a sus actos represivos.
Pero era inútil; el que detenta el poder tiene la Razón y PUNTO. Así que sólo se burlaban de mis argumentos y reprimían mis actos. Al punto que ya a los siete años entendí la necesidad de escapar de todos aquellos que me causaban tantos malos recuerdos.
Mi relación con el sistema educativo fue de odio a primera vista, había desarrollado un a hiperrebeldía desde la cual no lograba establecer qué era lo que debía aceptar y qué no; mi vida se dividía en dos realidades: o estaba muy tranquilo y relajado o estaba tenso, irritado e intolerante, y pasaba de un punto a otro, ante cualquier posibilidad de amenazas.
Aparte de aquel trauma, también había desarrollado una cierta capacidad de saber cómo (másomenos) funcionaban las cosas, y fue así que aprendí que si quería dejar de ir a clases, debería ser parte de los patrulleros y de la brigada infantil de bomberos.
Pensando que esos espacios me darían la disciplina que necesitaba, fue aprobada mi incorporación, tanto a los patrulleros, como a la brigada infantil de los bomberos. Me divertía todo aquello, tanto lo absurdo como lo interesante. No lograba entender porqué era necesario maltratar a alguien para que siguiera una instrucción, más cuando, aún, todos los que allí estábamos moríamos por hacer las cosas que allí se hacían; parecía que habían copiado el modelo de disciplina militar y lo estaban aplicando a ese escenario sin ningún criterio de adaptación.
Sí, me aburrí: después de los saltos, el rapel, las escaladas, los simulacros de incendios, los primeros auxilios, los desfiles, nos cambiaron a nuestro Comandante y todo decayó y se puso muy aburrido.
Ya para tercer grado, no necesitaba excusas para no ir a clases; simplemente, junto con tres amigos más, salíamos de la escuela por un lugar secreto y nos íbamos a deambular por aquella aldea-ciudad donde vivíamos en aquel momento. Solíamos subir a las azoteas de los poquitos edificios que habían, y mirarlo todo desde allí. O en otras ocasiones preferíamos explorar lugares que desconocíamos, pero lo que más nos gustaba era introducirnos en la casa de la cultura, pues tenía un conjunto de pasillos y cuartos que se comunicaban entre sí, dando la impresión de ser pasadizos secretos.
En cuarto grado fui internado bajo engaño. El lugar de reclusión fue una escuela granja escondida en unas montañas llenas de eucaliptos, pinos y neblina. Pasé allí seis largos años y ha sido la única vez que he podido estar tanto tiempo en un mismo lugar (tanto escuela como hogar).
Al llegar allí me di cuenta del engaño, aunque el verdadero engaño era pensar que podíamos seguir manteniendo la situación tal y como estaba, así que en el fondo todos salíamos ganando; aunque no era el único de mi familia que estaba ahí, había suficiente espacio para coincidir lo menos posible.
Ese primer año fue muy fuerte, no hubo tiempo para la adaptación; el primer día tuve que defender físicamente, tanto mis pertenecías como mi integridad. Cinco peleas el mismo día, pero yo tenía una ventaja por sobre mis adversarios; yo estaba en este mundo desde los tres años y la mayoría de ellos recién estaban llegando.
Hice todo el ruido que pude en aquellas cinco peleas, mi intención era hacerme de una fama tal, que sólo hiciera falta un poco de guerra sicológica para mantener alejados a quienes quisieran dañarme. Y funcionó, prácticamente no tuve que pelear más para defenderme de nadie, mientras estuve allí.
En mi desempeño académico no me fue tan bien, más aún cuando solía jugar pelota justo frente al salón donde tenía clases. Esa era otra de las cosas que amaba de aquel sitio: no podían obligarte a nada, para mí aquello era toda una nueva experiencia. Además había pasado de ser el culpable de siempre a sólo ser un sospechoso más (Ahora los dados estaban en mis manos).
El quinto grado fue mucho más interesante; como era habitual, nos tomaron como centro piloto (conejillos de indias) para implementar un nuevo tipo de educación con mayor participación de los estudiantes. Así en vez de estar copiando 10 páginas de un libro que ya fue escrito (y con mejor letra) o de escribir los números desde el cinco mil hasta el cero, los maestros iniciaban una conversa donde todos podíamos participar y a parte de enterarnos de lo que se trataba el tema, también nos divertíamos.
Fue en esa época cuando  una afirmación que nos hizo una maestra a la que respetaba mucho, me impactó profundamente, en esa afirmación ella nos dijo que todos nosotros podíamos ser como Simón Bolívar, sólo que debíamos recibir los estímulos necesarios para que eso fuera de esa forma.  A pesar de toda la resistencia que había presentado a participar en el proceso formativo de la escuela, de alguna forma sentía que me habían inculcado un profundo respeto por Simón Bolívar, al punto que el hecho de que aquella maestras nos dijera con tanta convicción que podíamos ser iguales a él, fue para mí un verdadero choque.
Pero le creí, aún teniendo a cuesta todo el conjunto de estímulos negativos propios de un estado de autoritarismo intrafamiliar, en verdad creí posible llegar a ser como aquel hombre. Sin saberlo aquella maestra me había dado otra causa que también se oponía a un yugo (en este caso mucho mayor). Aquel estímulo que con sus palabras serenas y convincentes no dio aquella maestra, llegaron tan profundo en mi psique que ya para sexto grado, mi calificación más baja era 16 puntos.
Pero como todo se acaba, también se acabó aquel ensayo educativo y volvimos a las viejas prácticas, lo cual me afectó mucho más. Se comenzaba a percibir que nuestros docentes pretendían que los tratásemos como la única fuente de la verdad. Y fue de este modo como comenzaron tres años de lucha antiautoritaria, los cuales culminaron con la creación de la federación de delegados estudiantiles y con mi casi expulsión de la escuela granja.
Pero ya no tenía sentido expulsarme; era mi último año en aquella escuela y yo era el único alumno que había comenzado allí en cuarto grado y que había llegado al tercer año, eso era un acontecimiento único que no iban a truncar así que me dejaron en paz. Y fue así que después de seis largos años salí de aquel lugar, que en definitiva fue el único hogar que hasta ese momento  había llegado a conocer.
Al salir de aquel lugar de sentimientos encontrados, me fueron dadas dos opciones: la primera era ser enviado a otro internado por tres años más para terminar el bachillerato o ser enviado a la escuela técnica de la aviación (tres años también para la época), decidí que preferiría morir electrocutado antes de tomar alguna de esas dos opciones y acto seguido, me fui a estudiar electricidad, pero ese ya es otro cuento.

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